El paradigma arqueológico acepta una serie de evidentes ventajas adaptativas que forman parte del bagaje tecnológico que representa el control y producción del fuego. Este constituyó un elemento esencial en el Pleistoceno cuyo uso controlado permitió avances en los modos de vida y mejoras en las estrategias de subsistencia de los homínidos. Es obvio que su descubrimiento y utilización supuso una fuente de energía calórica y lumínica con mejoría de calidad de vida que permitió la cocción y conservación de alimentos. Como fuente de luz, aumentó el tiempo disponible, convirtiéndose en un elemento defensivo frente a animales predadores y como posible estrategia de caza. El fuego supuso la transformación de los lugares de hábitat en importantes centros sociales, lugares ideales para proyectar la caza, la recolección y distribuir tareas -elemento socializador-. Concentró a los miembros del grupo, con aumento de actividad social, comunicación e intercambio, estimulando la actividad mental indispensable del desarrollo humano organizado; donde el progreso del lenguaje debió igualmente jugar un importante papel. Los penachos de humo pudieron ser un medio de localización de los grupos en el paisaje, ayudando a mantener los lazos de unión y reforzando las redes sociales, imprescindibles para su supervivencia genética. En definitiva, el fuego entró a formar parte de su propia forma de vida, y el bagaje tecnocultural del mismo, constituyó desde ese momento una parte esencial para los grupos humanos.
De forma general se acepta la premisa que diferencia entre «usar» el fuego (un hallazgo quizá más antiguo) y «producirlo» (un avance técnico diferente y posiblemente posterior). Esta distinción constituiría dos etapas diferentes con escala temporal desconocida que probablemente se iniciaría con la obtención del mismo en los incendios naturales (conservándolo), y otra posterior distinta, que implicaría su producción a voluntad. Desde sus inicios, el control del fuego ha estado vinculado al procesamiento de los alimentos, enriqueciendo con sus propiedades térmicas las cualidades nutricionales de algunos de ellos o facilitando la digestión de otros. Algunos autores, incluso, han sugerido que el uso sistemático del fuego para asar los alimentos contribuyó a la transformación de los enzimas estomacales de los homínidos. Aparte de otorgarle al fuego este valor defensivo y culinario, su valor esencial como fuente de luz y calor, adquiere durante el Pleistoceno una especial relevancia. El fuego no solo ayudó a preservar a los homínidos del frío, sino que además, contribuyó con su luz a que el día se alargase, de manera que los homínidos ya no dependían exclusivamente de la luz solar para realizar sus actividades domésticas, sino que podían hacerlas a la lumbre de un hogar. Por tanto, el tiempo de luz para los grupos que controlaban el fuego era mayor. Como fuente de luz, el fuego es un focalizador de actividades. En los yacimientos donde se registra un uso “continuado” del fuego, las actividades domésticas tienden a concentrarse alrededor de los hogares. Esto facilita el desarrollo de vínculos sociales entre los miembros del grupo, de tal manera que algunos investigadores han sugerido que este elemento facilitó el desarrollo del lenguaje articulado.
Sin embargo, ubicar temporal y espacialmente el primer dominio del fuego por los homínidos es una cuestión que creemos está actualmente fuera del alcance de la investigación. Existen escasas pruebas y no suelen ser lo suficientemente claras como para plantear hipótesis de esta envergadura. Se considera que los Homo erectus fueron los primeros en presentar restos asociados al fuego, es decir, manipularon y crearon estructuras de combustión de cierta complejidad. Aunque en momentos muy avanzados del Pleistoceno medio. Posiblemente los procesos provocados por la naturaleza estén en el origen con utilización y conservación sin dominio productivo del mismo. Se desconoce como fue aquél proceso tanto en su origen como en sus procesos evolutivos iniciales.
La investigación sobre el origen del fuego controlado exige un análisis preciso que permita definir e identificar los elementos que caracterizan a estas “estructuras antrópicas de combustión”. Por tanto es necesaria la realización de estudios sedimentológicos, micromorfológicos y de luminiscencia. Sin embargo la controversia teórica sobre el uso controlado del fuego -como gran avance tecnológico- presenta un actualismo evidente y creemos que futuro.
HOGARES DEL NIVEL II (ca 100.000 años)
HOGARES DEL NIVEL IV (ca 120.000 años)
HOGARES DEL NIVEL XI (ca 170.000 años)
HOGARES DEL NIVEL XIII (ca 250.000 años)
La Cova del Bolomor ha proporcionado “estructuras de combustión antrópicas”, denominadas hogares en los niveles II, IV, XI, XII y XIII. En total están siendo estudiados quince de estos hogares. Presentan dimensiones variables entre 0,5 y 1,3 m con potencia de pocos centímetros, aunque la gran mayoría supera el metro de diámetro. Estos focos se producen no aislados sino que varios de ellos corresponden a un mismo momento ocupacional. En algunos casos es posible el aprovechamiento natural de un previo pavimento pétreo. Los hogares en extraordinario grado de conservación se sitúan, más o menos alineados, en el área externa del yacimiento, bajo la visera del abrigo y el área de actividad se asocia al interior, en la zona resguardada condicionando la organización del espacio en los campamentos. Esta disposición proporciona un lugar dotado de luz y calor, libre del humo producido. En el área asociada a los hogares se desarrolla un conjunto amplio de actividades cotidianas, entre las que destacan el procesado y consumo de alimentos y la producción de utillaje.
Cova del Bolomor documenta hogares dentro de una amplia secuencia estratigráfica, al menos entre 100.000-300.000 años antes del presente, pruebas evidentes de la utilización y el control sistemático del fuego. Desde esta perspectiva es actualmente un yacimiento excepcional para el estudio del uso controlado del fuego prehistórico en Europa.